La maraña de distribuidores de autopistas y carreteras en la entrada a
 Jerusalén nos habla de planeadores, Ministros, Alcaldes y contratistas 
que piensan “a lo americano”. Nos acostumbramos a dimensiones que 
empequeñecen todo lo que no es asfalto: gente y árboles. Por ejemplo, 
nos acostumbramos a las “soluciones de transportación” que devoran la 
naturaleza. Sobre todo porque supuestamente sin proponérselo, estas 
soluciones de transportación destruyen tejidos sociales existentes.
Si se hablara solamente de Ministros, planeadores y asfalto, que sea.
 Pero “pensar a lo americano” se volvió una característica que define a 
Israel. “Pensar a lo americano” es un pensamiento guía en la sociedad 
israelí judía, en su política respecto a nuestros propios “indios”.
¿Por qué tendríamos menos éxito que EEUU, Canadá o Australia, que en 
el proceso de su establecimiento e independencia borraron –cada uno de 
ellos a niveles distintos- las sociedades y comunidades que vivían allí?
 ¿Por qué no olvidar nosotros lo que olvidaron países que se presentan a
 sí mismos como baluartes de la civilización?
Ahora, cuando los remanentes de esas naciones originarias se atreven a
 reclamar derechos, participación en los recursos e indemnizaciones, 
esos reclamos ya no ponen en peligro a los colonos blancos y a las 
autoridades. Entonces hagamos lo mismo nosotros: aguantemos otros 20, 50
 años, continuemos robando la cabra y la colina, aplastando al 
desamparado, provocando emigraciones, comprando y sometiendo a sus 
líderes, armándonos y saliendo a la guerra… hasta que la molestia (de la
 entidad nacional, cultural y política que exige sus derechos) 
desaparezca.
Es tan lógico este hilo de pensamiento,que la gran mayoría en Israel 
no está interesada en diálogo sobre soluciones. Esa mayoría por supuesto
 que no se interesa por los hechos y los detalles que tejen 
conjuntamente la realidad despreciable y repugnante de la brutal 
dominación de Israel sobre otro pueblo. Lo que interesa a esa mayoría es
 si hay tranquilidad y seguridad, qué tan fuerte es el ejército Israelí y
 cuántos pasajes de la biblia demuestran nuestra propiedad sobre la 
tierra.
Pero para el colmo de la felicidad y el alivio, los palestinos son un
 solo pueblo (no como los cientos de pueblos originarios que había en 
América), y el proceso del asentamiento judío no lo aniquiló. Estamos en
 una época distinta y un área distinta. El “pensar a lo grande” olvida 
que, en oposición al modelo que se quiere copiar y desarrollar, nosotros
 somos solo una minoría en la región, y la región cambia y reclama 
cambiar las reglas del juego que son cómodas para Israel y para EEUU.
La verdadera cuestión no es “dos Estados” o “un Estado”. La historia 
de todas maneras no reconoce etapas finales. Cada etapa lleva a otra. 
Tampoco son visiones lo que faltan. Las visiones deben desarrollarse y 
cambiar en el proceso de la lucha por la igualdad y la justicia. De lo 
contrario se transformarán en gulags.
La cuestión era y sigue siendo cuánto más derramamiento de sangre, 
sufrimiento y catástrofes hacen falta para que se desmorone el régimen 
de discriminación y apartheid judío que se desarrolló en estos 64 años.
Los palestinos nos concedieron a los israelíes una escalera que nos 
habría ahorrado la magnitud del sufrimiento y desposesión que les 
causamos a ellos. Una escalera a la que nos subirermos en la etapa 
histórica en la que seamos recibidos en la región como vecinos 
reconocidos, con raíces y derechos, y no seamos solamente invasores 
hostiles.
Pero los gobiernos de Israel, con el apoyo de sus electores, 
derribaron la escalera. Sabían muy bien por qué hacer fracasar la etapa 
de dos Estados (en su fórmula original).
Esa etapa habría allanado el camino a otras configuraciones de vida 
en común de dos pueblos. Solo que la base y la lógica de esas 
configuraciones habría obligado a renunciar a la hegemonía y 
superioridad judías.
Y es necesario decirlo: por esa hegemonía Israel hipoteca la paz de 
sus hijos y la vida de sus nietos. Junto con la paz y la vida de los 
hijos y nietos de toda la región.
Amira Hass / Haaretz

 
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